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Creando estilos de vida sanos

Instituto Castelao en el Diario Sur

DESINTOXICACIÓN ENTRE MANGOS Y AGUACATES: «ME GASTABA 6.000 EUROS AL MES EN COCAÍNA»

De repente empiezas a perder el control sobre tus impulsos, las energías van hacia todas las direcciones, sin coordinación alguna. Lo peor es la falta de sueño. Tres días seguidos sin dormir colocan al cerebro en un estado de excepción. Tanta adrenalina sólo se libera, en realidad, cuando un coche está a punto de atropellarte o un animal salvaje a punto de comerte. Sueño y realidad se entremezclan. Durante 25 años, estos estados eran rutina para Paco Yébenes. Los mismos en los que el consumo de drogas formaba parte de su vida. Era su vida. Llegó a gastarse 5.000, 6.000 y hasta 7.000 euros al mes en cocaína. «Por últimas, el sufrimiento era tan grande que no era capaz de levantarme de la cama», recuerda. Solo había una cosa que deseaba más que meterse otro viaje: el viaje final.

El primer porro lo probó cuando apenas era un adolescente. Paco, nacido en Priego de Córdoba, conoce el recorrido que va del consumo ocasional a la politoxicomanía. Sin titubear detalla los hitos de su carrera por las drogas. A los 17 o 18 años ya había probado las pastillas. Le daban subidón y él lo percibía como algo sensacional. Luego llegaron las drogas duras. Paco tragaba, fumaba y esnifaba lo que pasaba por sus manos: mariguana, cocaína, alcohol, éxtasis y medicamentos. Ahora, cuando lleva cinco años y medio de abstinencia, no duda en señalar a los porros como la puerta de entrada a mundo fatídico.

La Mezquitilla es un diseminado de Algarrobo Costa. Media hora en coche desde Málaga, una carretera estrecha lleva a un complejo de viviendas que recuerda a cualquier complejo vacacional. El reloj marca las once de la mañana y el silencio solo se rompe por el gorjeo de los pájaros. Si la palabra idilio tiene una representación gráfica, debe parecerse mucho a este rincón de la Axarquía, rodeado por campos de mango y aguacate. Lo que ocurre dentro, sin embargo, recuerda más a una lucha contra los propios demonios y la palabra sufrimiento cotiza alto.

En la puerta de entrada hay un pequeño letrero en el que pone Instituto Castelao. Desde 2020, lo que hay aquí es un centro de desintoxicación y tratamiento de adicciones relacionadas con el consumo de alcohol y drogas. Un equipo de médicos, psicólogos y psiquiatras tratan de ayudar a las personas que ingresan para recuperar sus vidas. Cristina Carrillo, la directora del centro, recibe y explica una metodología que presume de éxito en muchos casos: «Está basada en un trabajo terapéutico conjunto entre paciente, familia y nuestro equipo profesional». Luego matiza que si el adicto no tiene voluntad de dejar el consumo no hay tratamiento que valga.

Todo el mundo que quiere superar su adicción es bienvenido. Solo hay que contactar con los responsables y esperar a que haya una cama libre. El primer mes de estancia interna da paso a un tratamiento ambulante. El portón de entrada siempre permanece abierto. Quien quiere se puede ir en todo momento. Los que están, que sea por su propia voluntad. Las reglas más básicas parecen plausibles: no hay drogas, no hay alcohol y no hay móvil. El único estimulante que se permite, por así decirlo, es el tabaco.

 

Fumarse un cigarro fue durante un tiempo el único consuelo que encontraba Paco Yébenes durante su tratamiento. Cuando reflexiona sobre su salida de las drogas, sonríe cuando ve lo que tiene ahora. Traga saliva, sin embargo, cuando habla de la adicción y de un consumo desmedido. Cuando, por ejemplo, puso a su hijo pequeño en una situación de riesgo por estar colocado.

«Yo me crié en un entorno en el que fumar porros era normal. Empiezas a salir de noche, íbamos a las fiestas de música electrónica y ahí empecé a añadir la cocaína y las pastillas. Durante un tiempo, solo me metía cuando salía de fiesta. Luego ya me metía todos los días. Si no lo hacía, no funcionaba», explica. Trabajar y vivir en casa de sus padres le permitía disponer de un dinero que acababa en manos del camello. «Durante un tiempo, pensé que esa era la vida que a mí me gustaba vivir. Llegas a normalizar el consumo», describe.

Mariola Rodríguez forma parte del personal médico. Está presente en el momento que ingresan los nuevos pacientes. «La mayoría viene por la iniciativa de algún familiar. Los padres sufren tanto o más que el adicto», señala. Los hay que llegan sin orientación alguna y se muestran ausentes. Otros aprovechan el día anterior al ingreso para pegarse un último homenaje». Presentan unas condiciones deplorables. Eso no altera el protocolo que se aplica. Muchos llevan años sin saber lo que es una vida estructurada.

Aquí vuelven a regirse por un horario, adquieren otra vez algo parecido a una estructura. Desayuno a las siete y media de la mañana, paseo en grupo a las once, terapia individual a la una, almuerzo a las dos y media y sesión de película por la tarde. La desintoxicación empieza por la parte física. Sacar todo el veneno del cuerpo contempla unas dos semanas. Paco Yébenes aún recuerda «los tirones» y «los calambres» que le daban. Unos espasmos recorren el cuerpo como si se le hubiera metido una descarga eléctrica. «Temblaba tanto que no era capaz de sostener un vaso de agua», detalla.

TRABAJAR LA CABEZA

A la postre, la desintoxicación física es la parte menos dura. La adicción de verdad está atornillada en la cabeza, aparece en forma de susurros que animan al consumo. Al final, la droga equivale a evasión y dar con la raíz del problema exige un trabajo más profundo. Paco, por ejemplo, en horas y horas de terapia, comprendió que para salir de la droga primero hay que quererse a sí mismo. «Yo me creía que era muy gallito, pero aquí me di cuenta que tenía la autoestima por los suelos», admite.

A veces, un momento corto es suficiente para cambiar una vida entera. Lo sabe José Antonio Quintana, 41 años, de Vélez-Málaga. «Tuve un accidente de moto y no pude trabajar durante un tiempo. Entonces, probé la cocaina», recuerda. Ahí pasó de lo que era un coqueteo con las drogas a un consumo que estuvo a punto de arrasar con todo. Con su propia vida y hasta el matrimonio de sus padres. «Estuvieron a punto de divorciarse. Mi padre ya estaba cansado de mi adicción y mi madre siempre abogaba por darme una última oportunidad», rememora. Esa última oportunidad fue su ingreso en el Instituto Castelao, donde ahora, tras completar con éxito su terapia, está empleado y realiza tareas de mantenimiento. José Antonio viste una camiseta blanca y su aspecto no es el de un adicto. Sus ojos ahora están llenos de vida. Durante muchos años, por lo que se caracterizaban, era por unas pupilas dilatadas por el efecto de la metilendioxi-metanfetamina, que es el principal activo químico del éxtasis. «A mí me pilló el boom de las fiestas de Break Beat, que se extendieron por toda Málaga. Ahí empecé a tomar pastillas. Al principio, solo consumía en las fiestas», señala. El después, la pérdida de control. Ya no era él quien pasaba por la droga, era la droga la que pasaba por él.

El éxtasis tiene un efecto estimulante. Llena el cuerpo de energía y agudiza los sentidos. «Cuando estás colocado, todo son sentimientos de felicidad», lo resume José Antonio. Un hormigueo agradable recorre las extremidades y ya podría haber caído un canto de nieve, que él se hubiera movido por las calles en bermudas.

Ahora hay algo de tristeza en su voz. La felicidad vuelve cuando habla del último Weekend Beach. Fue la primera vez que volvió a pisar un festival. «Ahí estuve con mi Coca Cola. Lo disfruté muchísimo. Me pasa con todo, con el gesto más simple», describe. Después de estar tanto tiempo anulado por la droga, José Antonio ha vuelto a saborear la vida.

La cuota de éxito de la que puede presumir el Instituto Castelao es bastante alta. Sin embargo, no todo el mundo lo consigue, claro que no. Las personas que ingresan aquí tienen que afrontar un cambio radical en su vida. Los hay que llegan, lo intentan, luchan contra su adicción, pero pierden. Paco Yébenes y José Antonio Quintana son ejemplos que deben servir para otros.