La enfermedad me hablaba todo el tiempo
Todo empezó con querer cuidarme un poco más. Comer sano, hacer ejercicio, sentirme bien conmigo misma. Pero de pronto ya no sabía cómo parar. Cada comida me generaba culpa. Si comía, sentía que había fracasado; si no comía, me sentía fuerte, como si hubiera ganado una batalla.
Empecé a aislarme. Dejé de salir con mis amigos porque me daba miedo que me invitaran a comer algo. Hacía ejercicio compulsivamente. Me levantaba pensando en calorías y me acostaba con ansiedad por si al día siguiente iba a perder el control. La enfermedad me hablaba todo el tiempo, me decía que no era suficiente, que podía ser mejor, más delgada, más aceptada.
Odiaba mi cuerpo. Me miraba al espejo y solo veía defectos. Aunque bajara de peso, nunca era suficiente. Mi familia se empezó a preocupar. Al principio lo negaba todo, decía que estaba bien, que solo quería estar saludable. Pero llegó un punto en el que me sentía tan débil que no podía subir unas escaleras sin marearme. Lloraba sin motivo. Me odiaba a mí misma.
Fue entonces cuando mis padres me llevaron a una consulta especializada. Me costó muchísimo aceptar que necesitaba ayuda. La terapia fue dura, confrontarme conmigo misma fue doloroso. Pero con el tiempo entendí que lo que buscaba no era delgadez, era control, era sentir que valía algo.
Hoy sigo en recuperación, y aunque no es un camino lineal, me siento mucho más libre. Aprendí a reconocer cuándo la voz de la enfermedad quiere volver. Aprendí que mi cuerpo no necesita ser perfecto para ser valioso.
A quienes estén pasando por esto, quiero decirles que pedir ayuda no es rendirse, es empezar a ganar. La vida puede ser mucho más que contar calorías y vivir con miedo. Mereces paz, mereces amor, empezando por el tuyo propio.