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Te hablamos de las adicciones
  • La carta perdida en la historia del sujeto: un tratamiento posible de la ludopatía

30 de enero del 2020

Anónimo

La pasión desmedida e incontrolable por los juegos de azar se ha convertido en uno de los modos sintomáticos en auge del sujeto contemporáneo. Pero, si bien no se nos oculta la presencia de circunstancias generales, que sin duda tienen que ver con un creciente debilitamiento del anclaje simbólico que ordena tanto las sociedades como los individuos, la incidencia en cada uno ha de particularizarse, so pena de dejar fuera de juego la carta principal, la de la una pasión desenfrenada.

Empecemos por una descripción general en la que muchos puedan reconocerse. Como es sabido, para el jugador, para el llamado ludópata, el núcleo de su existencia pasa por su particular relación con el juego, una relación que impone una ley que le aboca a una repetición sin fin. Pero si queremos acercarnos a lo esencial de su problemática, debemos proponer una definición que señale también qué es lo que ha transformado lo que antes era una relación lúdica, alegre, más o menos satisfactoria, en otro orden de cosas. Podríamos entonces referirnos a la ludopatía como una relación con el juego que ha trastocado uno de sus fundamentos principales.

En lugar de utilizar la fantasía para el desarrollo de su psiquismo, característica común al origen de todo juego infantil, el sujeto se ha convertido, en cambio, en rehén de un mecanismo que afecta a dicha fantasía, un mecanismo cuya fuerza reside, precisamente, en escapar a su conciencia, en permanecer oculto a su pensamiento consciente. Si las causas se nos presentan bajo ese velo, no ocurre lo mismo con las consecuencias.

El magnetismo devorador que su pasión provoca impondrá a quien la padece, tras cada alejamiento momentáneo del peligro, una nueva y casi inevitable recaída. Una recaída que será siempre la misma, pues todas tendrán la misma lógica implacable, la misma deriva, pues reactualizan sin descanso el mismo recurso a una satisfacción que no puede cumplirse y que enseguida ofrecerá la amarga cara de los reproches, de la culpa, del aislamiento y de la desolación.

El misterio del sujeto surge entonces al unísono la voz del coro que señala aquello que debe cesar. Todo el entorno familiar, amigos y conocidos se arremolina alrededor del que perdió el dominio de sí para señalarle como culpable esa pasión que nadie entiende. Y el jugador intenta aplacar sus consejos con las promesas de siempre, unas promesas que no tardarán en desvanecerse, pues la voluntad se muestra débil cuando de atar las pasiones se trata.

Es cierto, sin tener en cuenta su origen, su desarrollo y su función, todo esfuerzo se mostrará destinado al fracaso. Por eso, si aspiramos a una verdadera transformación que pueda posibilitar el desmontaje de su endiablado mecanismo, conviene mejor ensayar otra vía. Si el sujeto sufre por lo que hace y le gustaría cambiarlo, nos encontramos ante un síntoma, que es preciso entender antes de cualquier intervención. Un síntoma es, en realidad, algo muy complejo.

Detrás de su misteriosa apariencia se oculta un significado, una función y, sobre todo, un modo de satisfacción. Optar por esta vía exige andar con cautela. Intentemos aclarar primero unas cuestiones.

  1. La primera, que el jugador sabe bien que su enganche tiene que ver con una oscura y potente satisfacción sin la cual su vida parece perder todo atractivo. Es cierto que igual que le da la vida se la termina quitando, pero, de momento, no puede renunciar a sus espejismos, a las falsas promesas. Hacer un trabajo de simple domesticación no arreglará el problema de base.
  2. La segunda, que aunque el sujeto no pueda dar cuenta de las causas de este mecanismo, pues son inconscientes, no por ello dejan éstas de hablar en él. Eso sí, con la condición de que sea un profesional quien le escuche, quien practique una escucha analítica, exenta de prejuicios. Y cuando el sujeto pueda empezar a hilar ante él los malestares que le aquejan, se sorprenderá de los encadenamientos inusitados que surgen de sus preocupaciones, y de los efectos de verdad que tendrán en su historia.
  3. La tercera, que por muchas características comunes que encontremos no podemos engañarnos: lo que le pasa a cada sujeto es propio de él, relacionado con su propia historia, y no daremos un paso sobre terreno firme mientras intentemos eludirla, mientras dejemos de lado sus impases, sus fallas, sus fracturas. En definitiva, que es preciso escuchar el sufrimiento que busca consuelo en una reparación imposible.

Una vez aclarada la necesaria singularización de cada caso, intentemos entender nuevamente el cambio al que aludíamos al principio, el cambio producido en el mecanismo de satisfacción, donde vamos a señalar su origen estructural, el que provoca la repetición. Lo que diremos de ello alumbrará también lo que se produce en la base de buena parte de los comportamientos que se nombran como adictivos.

El escenario de la fantasía

Si hablamos de juego, no entenderemos gran cosa si obviamos referirnos a su configuración primera, a esa capacidad tan especial que tenemos los humanos para dejar entre paréntesis la realidad concreta con el fin de crear, en su lugar, un mundo de fantasía, un escenario paralelo en el que podamos jugar de otra manera nuestras alegrías y nuestras tristezas. Este pasaje de una esfera a otra, de la realidad a la fantasía, que posibilita la existencia de todo juego, permite al niño dirimir sus conflictos internos.

En esa otra realidad el niño podrá ensayar y enfrentar aquellos conflictos de los que ni siquiera él mismo es consciente; y lo hace, es de esperar, con el beneplácito de los adultos. Sustentado en un ordenamiento simbólico que se visualiza en unas reglas válidas para todos, este pasaje a la fantasía otorga al niño un cauce imaginario para desarrollar todos aquellos anhelos y frustraciones que de otra manera difícilmente podrían pasar la barrera de la censura. De ahí que ofrezcan, como ocurre también en los sueños y en los cuentos de hadas, una vía privilegiada para que el niño pueda estructurar una parte importante de lo que le perturba. No es de extrañar que en ese mundo imaginario el niño vuelque tanto sus ansias como sus terrores, sus envidias y sus odios, sus alegrías y sus penas.

Aprenderá a tratar con el material perturbador de su psiquismo dentro de unas reglas, que funcionan como la limitación necesaria que le ofrece la posibilidad de vivir cada una de sus derrotas con la promesa de una ganancia futura.

La marca de una satisfacción particular

En el juego el niño actualiza sus heridas. Sin saberlo deja salir las heridas de su ser, las que le vienen de su encuentro con la vida, con sus pulsiones. Allí puede dar rienda suelta de manera compensatoria a sus frustraciones transformándolas en satisfacciones, algo que hará a veces con un ímpetu particular. En definitiva, lo que de allí resulte expondrá su modo de hacer frente a las dificultades, a los conflictos de su deseo, un modo de hacer que se traducirá en el futuro en una serie de marcas.

Con el tiempo estas marcas que determina su modo de satisfacerse se verán rodeadas de misterio. Quedarán como las huellas enigmáticas de lo que no se recuerda, de las fuentes de aquellos placeres imposibles que tuvieron un día la promesa de su realización. Son estas marcas las cartas perdidas en la memoria que someterán después al sujeto a la búsqueda interminable de la satisfacción prohibida.

En ellas, como vimos en el síntoma, se encuentran anudados dos registros diferentes. Pero esta misma dificultad es la que permite un tratamiento, un tratamiento de la pulsión por la vía de la palabra. ¿Cómo se inscribió en el sujeto la marca de su satisfacción? ¿Es ésta modificable? Habrá que ver, es una posibilidad.

De momento, podemos decir que el alcance actual de su falsa promesa dependerá del conflicto que provocó su inscripción. Por eso, todo tratamiento pasa por facilitar al sujeto la vía para volver a tratar la dificultad que tiene para administrar sus derrotas. La marca exhibe este engaño paradójico: por no poder perder perderá siempre. La alternativa que le queda es la construcción de una nueva posición donde la satisfacción no lleve el sello de su fatalidad.